“TREINTA AÑOS NO ES NADA”
El próximo 2 de agosto se cumplen 21 años del inicio
de una crisis que termino en una guerra sin termino y en la que la Argentina
tuvo participación. A la vista de aquellas jornadas cabe preguntar ¿Qué aprendizaje
sacó el país sobre esta experiencia?
Por Charles H.
Slim
Las llamadas telefónicas entre el enlace de la CIA en Jordania y Washington fueron intensas a medida que avanzaba el mes de julio de 1990. Algo se estaba cocinando en la región que implicaría el giro brusco de la política exterior norteamericana con uno de sus aliados árabes. El ascenso de George H. Bush a la Casa Blanca un año antes había marcado el comienzo de esta nueva etapa en la que había que deshacerse de viejos socios que ya no eran necesarios para la nueva geopolítica de los Estados Unidos.
Según la mentalidad del nuevo mandatario, un ex jefe de la CIA con mucha experiencia en estos asuntos sabía que había que hacer una limpieza en casa y fue por ello que comenzó deshaciéndose de todo lo que comprometiera a su administración. No olvidemos que fue así como invadió Panamá en 1989 y saco del medio a su pupilo y amigo Manuel Noriega.
Aquello se vinculaba con las conversaciones que
estaban llevando a cabo los iraquíes y kuwaities en la ciudad saudita de Jeddah
a orillas del Mar Rojo originadas por acusaciones cruzadas entre ambos por el
robo de petróleo en los campos petrolíferos limítrofes. El final de la guerra
contra Irán había dejado a Iraq endeudado por los millonarios préstamos y la
provisión a cuenta de armamento autorizado por Washington y Saddam Hussein al
ser informado de que había perforaciones inclinadas por las cuales los kuwaities
estaban robando crudo en “Al Rummailah” hizo que fuera más persistente y enfático
en los reclamos por las deudas que Kuwait tenía con Iraq.
Ciertamente que lo que estaban haciendo los
kuwaitíes era una canallada pero, no actuaban solos o al menos la idea de
sacarle el petróleo a Iraq con estas maniobras no eran del todo propias. Según
se supo un tiempo después la CIA había instigado a los kuwaitíes a cobrarse por
las deudas impagas de Bagdad y al mismo tiempo incitaban a los iraquíes a que
actuaran propinando un escarmiento contra estos malos primos. Por supuesto que
estas maniobras sucias nunca salieron a la luz en los libros de historia convencional,
pero todo eso no pudo taparse por mucho tiempo. Cuando la embajadora
norteamericana en Bagdad April Glaspie en aquel 25 de julio se entrevistó con
Saddam Hussein sin saberlo, puso en marcha la jugarreta de sus empleadores en
Washington y fue por ello, que al quedar en evidencia los contra sentidos con
el Departamento de Estado un tiempo después fue apartada del servicio y
obligada a guardar silencio.
A Glaspie se le dio un libreto para que se lo
trasmitiera a Saddam y éste al creérselo no advirtió que estaba mordiendo el
anzuelo que dispararía la invasión a Kuwait y con ello proveer la excusa
perfecta para que EEUU interviniera masivamente en la región. Cuando trascendieron
los contenidos de estas conversaciones y muchos comenzaron a cuestionar lo que
la Casa Blanca buscaba en realidad, los superiores de la embajadora negaron todo
e inmediatamente retiraron a Glaspie del escenario público para apartarla de
los medios y así evitar más controversias.
El ya conocido doble rasero estadounidense se
desplegó en esta ocasión para elucubrar un reinicio en la política exterior de
Washington de cara a blanquear una ambición estratégica que era compartida y
respaldada por Tel Aviv. En este sentido Israel tuvo mucho que ver en la guerra
entre Irán e Iraq y pese a que en apariencias actuaba (muy discretamente)
conforme y detrás de los intereses de La Casa Blanca en el fondo, actuaba en
beneficio propio y en ese sentido, perpetuar la guerra de desgaste entre ambos
enemigos islámicos era una oportunidad estratégica que no podían desperdiciar.
No hay que olvidar que para Israel el Iraq de Saddam Hussein era un rival
regional muy difícil de ignorar y que durante años, especialmente durante la
gestión ultraderechista de Yitzaak Shamir habían infructuosamente tratado de
desestabilizar al país árabe e incluso, intentando asesinar a Saddam Hussein.
Dentro de este complot colaboraron de forma
involuntaria los sauditas aunque bien es cierto, que la CIA y la Mutkhabarat
(inteligencia saudita) mantenían una larga, secreta y estratégica relación
interdepartamental que -más allá de la sociedad financiera entre Bush y
Fahd- estaba por encima de las relaciones diplomáticas corrientes. Por lo que es muy probable que hayan estado al
tanto no de lo que planeaban en Washington pero si de que estaban sus colegas
de la CIA inmiscuidos en el asunto.
Fue así que, según las fuentes de inteligencia de esa
época, para mediados de julio de 1990 en medio de esas infructuosas charlas
entre los representantes iraquíes y kuwaities, la decisión de darle un
escarmiento al pequeño emirato ya había sido tomada y que detrás de aquella
estuvo el aliento de Washington. Tras haber barajado varias opciones para
darles un mensaje alto y contundente, los comandantes iraquíes sugirieron a
Saddam una invasión relámpago que al mismo tiempo serviría para poner en la
agenda de Naciones Unidas la reclamación histórica de un territorio que había
sido cercenado del resto de la república en 1960 por los británicos.
También hay que remarcar que los estadounidenses
estaban al tanto de los movimientos previos iraquíes. Incluso el Pentágono que
meses antes había realizado ejercicios militares conjuntos con el mismo ejército
iraquí, estaba plenamente informado de las capacidades y equipamiento con el
que contaban. Quedaba en claro que la supuesta sorpresa no lo fue para nada.
Sumado a todo esto, la vigilancia aérea que realizaban con los “AWACS” desde
Arabia Saudita y las fotografías satélitales que mostraban de preocupantes
acumulaciones de blindados (nueve divisiones) y tiendas de campaña en la
frontera sur de Iraq, eran señales de que se estaba preparando algo y que
Washington además de saberlo lo dejaría pasar.
Así mismo y siendo necesaria la participación (por
situación geográfica y estratégica) de Arabia Saudita en la empresa, alarmar a
la casa real y en especial a su cauteloso y prudente Rey Fahd fue central para
convencerle de que los “marines” debían entrar masivamente en su país para
protegerlo de la amenaza de Saddam y para ello, le presentaron informes
exagerados sobre las fuerzas iraquíes que se estaban acumulando en la frontera
y las confirmadas intensiones de invadirles. Como vimos más tarde, todo ello no
sucedió.
Pero ¿Qué se sabía en Buenos Aires de todo esto? En
lo referente a la génesis de la crisis regional y sobre los actores
involucrados se puede asegurar que no sabían nada. Por el contrario, estaba
claro que dentro de las embajadas de EEUU, Gran Bretaña e Israel en Buenos
Aires estaban bien al tanto de todo esto mientras la presuntuosa cancillería
argentina más interesada en los cócteles sociales y las fiestas de etiqueta lo
ignoraba por completo. Un país que había salido de un período político
económico desastroso, carcomido por las culpas de una época pretérita, las
acusaciones y las inquinas ideológicas reciprocas y un país que históricamente
se miraba su propio ombligo, era difícil pedirle algún grado de conocimiento de
lo ocurría fronteras afuera. Incluso más. Si un funcionario del sector inquieto
y sinceramente interesado hubiera presentado por su propia cuenta un informe o
un estudio de lo que ocurría en aquellas latitudes, habría sido olímpicamente
ignorado y muy seguramente su trabajo terminado en un polvoriento cajón de los
archivos. Queda claro que esto último es solo una especulación de la ciencia
ficción ya que -y mucho más en esos momentos- los funcionarios del estado
no se les paga para pensar por si mismos (y poco interés tienen en ello) sino para
ser funcionales al estado.
Desde 1983 la Argentina había dejado de funcionar
como un estado con consciencia de tal y ello implicaba, dejar de verse como un
actor internacional con peso propio que proyectaba y producía una política
exterior dentro del concierto internacional. El quietismo del estado en esta
área, devenido de la derrota en Malvinas un año antes y profundizado por la
caustica inquisición política del gobierno de Raúl Ricardo Alfonsin, llevo a
una cada vez más mediocre visión externa que paulatinamente fue oxidando los
mecanismos tendientes a generar planificaciones de una política exterior como país.
En resumen de cuentas, su Ministerio de Relaciones
Exteriores y su Secretaría de Informaciones del Estado (SIDE) eran meros
edificios decorativos de la metropolí porteña que no cumplían ninguna función
estratégica real. Eso no hubiera sido un problema si el entrante gobierno de
Carlos Menem no se hubiera involucrado en lo que saldría de todo este enjuague
geopolítico. Fue una irresponsabilidad absoluta meterse en aquel asunto sin
conocer mínimamente cuales eran las cuestiones antecedentes de todo ello.
Como demostró la historia y las actuales
circunstancias en las que se halla Iraq y todo el Oriente Medio, la ligera
implicancia del gobierno argentino sin conocer o al menos poder cotejar
informes de inteligencia (de producción propia) ilustrativos de lo que rodeaba
la crisis que se había desatado, puso en evidencia el peligroso amateurismo con
el que se movilizó La Casa Rosada. Plegarse y aceptar sin discusiones el
discurso oficial de “buenos y malos” de la Casa Blanca demostró una notable
irreverencia que los medios de entonces maquillaban como pragmatismo pero que
el mismo George H. Bush y sus colaboradores sabían que era un simple y llano arribismo
del cual sacarían ventajas.
En aquellos momentos dentro de EEUU y Gran Bretaña
muchos no compartían los argumentos demonizadores de La Casa Blanca que la CNN
se había encargado de canalizar “Breaking News” 24 horas al día contra Saddam
Hussein. Y es que ellos hacían esta simple pregunta ¿Quiénes ayudaron a Saddam
Hussein para llegar y sostenerlo en el poder? La respuesta era muy embarazosa
para Washington y era por eso que había que bombardear el espectro informativo
con aquel relato. Incluso muchos intelectuales iraquíes en el exilio como el
Dr. Bahr Al O´loum hacían esta misma y espinosa pregunta o similares que fastidiaban
al Departamento de Estado norteamericano. El partido nacionalista árabe “Baas”
y su mandatario Saddam Hussein habían sido entusiastamente apoyados durante los
ochentas por la administración Reagan y por su vice el ex jefe de la CIA George
H. Bush, quienes además autorizaron a sus socios europeos la entrega de tecnología
para el desarrollo de armas químicas y biológicas para usarlas contra los
iraníes entonces ¿De qué diablos estaban hablando?
Sobre esto mismo cabía preguntarse ¿Qué demonios
sabía la cancillería argentina y su por entonces canciller Domingo Felipe
Cavallo sobre el fondo del asunto? Que no queden dudas que dicho ministerio y
este funcionario apenas sabían que existía Iraq y el emirato de Kuwait. Mucho
menos estaban al tanto sus mandos militares que poniéndolo en perspectiva de
como evolucionaron los eventos, se advierte a la luz de las consecuencias
materiales y humanas (para civiles y los combatientes) que tuvo la guerra, una
ciega irresponsabilidad gubernamental.
Si algo caracterizo a la administración de Menem fue
la improvisación y la obsecuencia sin limites hacia Washington y claramente
ello no fue un signo de tener una postura propia en un asunto político tan
delicado. Lo que muchos presentaban como pragmatismo político o incluso hablando
de “olfato político” era más bien oportunismo voluntarista y fue por ello que
sin analizar las reales circunstancias del asunto y mucho menos preveer las
posibles consecuencias de una empresa como la que estaban dispuestos a colaborar,
Menen y su gente solo buscaron agradar a Washington a cambio de beneficios que
nunca llegaron.
Incluso recordemos que por una mera coincidencia, la
comitiva de defensa argentina liderada por el entonces ministro de defensa Humberto
Romero en de agosto de 1990 se hallaba en EEUU con el fin de entrevistarse con
la administración de George H. Bush para buscar alguna ayuda material que
auxiliara a las ya por entonces maltrechas Fuerzas Armadas. Ni Romero ni sus
agregados militares (incluyendo al Almirante Emilio Osses) sabían que unas
horas antes las divisiones blindadas iraquíes de la Guardia Republicana habían
tomado Kuwait y por ese motivo sus anfitriones el Jefe del Estado Mayor el
general Collin Powell, el vice presidente Dick Cheney el mismo Bush habían
salido raudos en la madrugada rumbo a Arabia Saudita. Tal como ocurrió en
Buenos Aires, estos funcionarios se enteraron de lo que estaba ocurriendo
mirando las noticias por la televisión.
Fue entonces que en las reuniones en el Pentágono,
el entonces Secretario de Defensa Donald J. Atwood (Jr) y el subjefe del Estado
Mayor Conjunto el Almirante David Jeremiah le habrían expresado a la delegación
argentina la “necesidad de contar con su apoyo” para afrontar la crisis que se
había desatado en el Golfo. A pesar de que se dudó de la real prestancia
norteamericana a solicitar una ayuda militar argentina (nada influyente como
país subdesarrollado), documentos clasificados elaborados tras esas reuniones apoyarían
estas alegaciones. Allí estuvo la génesis del envío de un grupo de batalla de
la armada argentina para conformar lo que se conocería más tarde como
“Coalición Aliada” y que más allá de las comparaciones y de los prejuicios que
dicha participación trajo, fue una experiencia inigualable y un antecedente de la
inserción del país en una guerra internacional de proporciones. Y si bien ello
fue una clara desprolijidad política del entonces gobierno argentino, la
experiencia operativa recopilada para su Armada fue sin dudas muy fructífera
aunque nunca explotada para el desarrollo de sus propias potencialidades.
Lo cierto es que, han pasado treinta largos años y a
pesar de esto, el estado argentino sigue en una nebulosa sobre cual es su
posición geopolítica, girando en lo que hace a su política exterior en torno a
lealtades ideológicas ya inexistentes y sin una línea definida que se hace
imprescindible y muy necesaria en el mundo actual que es muy distinto a aquel
de 1990.