“ESTADO DISOLVENTE”
En la lucha meramente partidista de una clase
política abyecta y corrupta se han perdido los objetivos estratégicos del
estado argentino ¿A quiénes beneficia esto?
Por Javier
B. Dal
Muchas veces hemos preguntado ¿Qué es el estado
argentino? Parece una cuestión sin sentido si la formulamos de esta manera. Tal
vez la forma correcta sería ¿Qué es el estado para los políticos argentinos? Ya
que son ellos quienes aspiran a ocupar cargos en este ente que nació para la
administración de la cosa pública de una población dentro de un territorio
determinado. Parece algo simple, pero ¿Por qué el caso argentino es atípico?
No vamos a citar las
diferentes teorías del estado ni a sus autores. El problema argentino pasa por
otro lado y se vincula más bien con su propia idiosincrasia y particularidades
del carácter.
La Argentina es un
estado federal con un extenso territorio dividido en 24 provincias que reservan
para si todas las materias que no hayan delegado al primero. De esta forma conforman
una unidad que es gobernada desde la ciudad de Buenos Aires que tiene un
estatus muy peculiar y que se asemeja a otra provincia. Hasta allí todo muy
lindo pero, desde su nacimiento y podemos asegurar que hasta no hace mucho, la
visión política y estratégica de los políticos era tan yerma como la de un
burro en una pradera.
La pérdida de la
vocación representativa y la corrupción ha ganado lugar dentro de esta “casta”
social privilegiada que se autopercibe como indispensable.
El estado es parte de
la realidad política, necesaria y funcional para administrar los asuntos que
hacen a su competencia y es por ello que retraerle de sus funciones es algo
inconcebible si se busca el desarrollo del país.
La historia del estado
argentino es la de un estado quebrado o más bien, resquebrajado. Al comienzo lo
fue económicamente, luego política e ideológicamente pero hoy a todo eso se le
agrega la quiebra moral y ética que lo reduce a una mera administración de
almacén de barrio.
Los últimos 40 años de
su historia son el reflejo de una decadencia sin pausa. Cada una de las
administraciones que pasaron por la Rosada pusieron su cuota de inconsecuencia
y discordancia con los intereses del estado y obviamente con los de su
población. Radicales, peronistas (en todas sus variopintas presentaciones) y
socialdemócratas malograron las finalidades del estado sirviéndose a discreción
y conveniencia de las arcas del erario público. De esa forma el estado se
volvió una caja para financiar los estilos de vida de una prolífica y creciente
clase de vividores a costa de la cosa pública.
Cada uno de estos
gobiernos fue olvidando y dejando de lado los objetivos estratégicos bajo la
pueril excusa de un pretendido interés social superior. Curiosamente, con la
llegada de la “democracia” en 1983 comenzaría el germen del empobrecimiento
paulatino y no solo económico, sino de valores que amplificado por medios
ideologizados y obsecuentes tiñeron todo de gris presentando una realidad
carente de matices. Así a la ya abúlica sociedad argenta le sumamos una pobreza
en valores (fomentado en parte por la dañina y falsa concepción igualitarista
del Kirchnerismo) facilita el dominio y la ignorancia.
La creciente masa de
pobres paso a ser la mercancía de los partidos políticos y con ello el
clientelismo y el punterismo partidocrático. Esta oscura funcionalidad daba
réditos y entonces los pobres pasaron a ser otro resorte en la política
partidaria. Bajo este “buenismo” -sustentado por un pulpo impositivo- se
estructuro todo un sistema paralelo de asistencia social que terminaría siendo
un asistencialismo crónico que, además de la falta de incentivos para trabajar
ha llevado al actual descalabro social y productivo. Así se llegó al eslogan
“el estado presente” que en realidad no significa otra cosa que un eufemismo
para disfrazar más asistencialismo y clientelismo convirtiendo al estado nación
en un “estado partidario”.
Bajo semejante
concepción ¿A dónde pretendería llegar este estado?
Ello supone el abandono
del estado en el área de la producción y la ausencia del control sobre sus
recursos naturales, un verdadero despropósito estratégico que no grafica en
nada esa pretendida presencialidad del estado. Por el contrario, el estado se
ha replegado de forma crítica de los altos asuntos de la seguridad y la defensa
a niveles inaceptables para que pueda desarrollarse con sanidad un país. La
desarticulación de las Fuerzas Armadas y de la inteligencia (AFI) ha sido uno
de los pilares de esta situación y sus responsables son los mismos que tras
fomentar ese desguace, hoy (ocupando algunas de estas carteras) pretenden recobrar
un peso regional que ya hace décadas se ha perdido.
Esto comenzó como una
revancha ideológica de los sectores que apoyaron a los grupos guerrilleros
setentistas pero que, tras el final de la guerra de Malvinas en 1982, fue
potenciado desde Londres. No hay dudas que esos sectores, algunos escudados
tras agrupaciones de derechos humanos, tal vez inconscientemente o tal vez
adrede, sentaron las bases para esta desestructuración. Con la firma de los
acuerdos de rendición en Madrid 1989 y 1990, Carlos Saúl Menem institucionalizo
esto y sentenció el final de cualquier aspiración nacional e independiente a
recomponer sus Fuerzas Armadas. Toda el área quedaría (como aún se halla) bajo
el control y arbitrio británico.
Bajo este paraguas
invisible, no debe progresar el nacionalismo ni ideas que tiendan a reivindicar
un cuestionamiento a esta dependencia. Para esto, el estado debe mantenerse
flácido y sin músculos para poder moldearlo a gusto de esos intereses. Mucho
menos, exponer un pensamiento crítico sobre las acciones y políticas de las
denominadas “democracias” anglosajonas y sus socios, repletas de inconsecuencias
con esa presentación (Haciendo de la conspiración y la guerra motores de sus
economías). En este plan, los medios y los llamados intelectuales liberales,
haciendo algunos de ellos alarde de sus títulos académicos y rebosante
intelectualidad, jugaron y siguen jugando el papel de denostadores del
nacionalismo apelando a reduccionismos infantiles que cierran con una falsa perogrullada
diciendo que aquella se riñe con la democracia. Ello no es más que su
confirmada obsecuencia y funcionalidad con la política exterior que radian las
embajadas norteamericana y británica en Buenos Aires.
El actual gobierno y la
corriente política que lo acompaña autodenominada “nacional y popular” no han
demostrado ninguna señal para sanear el estado y mucho menos su
reestructuración para que cumpla con sus objetivos estratégicos que claramente
son opuestos a las expectativas de aquellas naciones. Alberto Fernández a
contrario de lo que simulo antes de subir al cargo, es la continuación y sin
dudas el final del Kirchnerismo que por veinte años ha desfasado las
incumbencias del estado y ha hundido su potencialidad al abismo de la
incertidumbre ¿A dónde puede dirigirse el estado bajo esta conducción?
Tampoco hay que dejarse
engañar por los oportunistas reciclados y los arribistas que ayer eran de un
color y hoy lo visten de otro. En esta categoría se inscriben los liberales
tras el pomposo calificativo de “republicanos” pretenden engañar solamente a
los incautos ¿Qué es lo que se podría esperar de candidatos liberales como
Javier Milei quien ha dejado en claro que su modelo de país se refleja en EEUU
e Israel? éste último considerado por la militancia sionista en los medios como
“un milagro” por el éxito económico que consagró tras vencer la hiperinflación
de los ochentas.
La aparición de estos
“libertarios” que se oponen a la existencia del estado, nos lleva al otro
extremo de esta tragedia pero ambos, oficialismo y oposición llevan al mismo resultado:
La dominación externa.