viernes, 3 de junio de 2022

 

“ESTADO DISOLVENTE”

En la lucha meramente partidista de una clase política abyecta y corrupta se han perdido los objetivos estratégicos del estado argentino ¿A quiénes beneficia esto?

Por Javier B. Dal

Muchas veces hemos preguntado ¿Qué es el estado argentino? Parece una cuestión sin sentido si la formulamos de esta manera. Tal vez la forma correcta sería ¿Qué es el estado para los políticos argentinos? Ya que son ellos quienes aspiran a ocupar cargos en este ente que nació para la administración de la cosa pública de una población dentro de un territorio determinado. Parece algo simple, pero ¿Por qué el caso argentino es atípico?

No vamos a citar las diferentes teorías del estado ni a sus autores. El problema argentino pasa por otro lado y se vincula más bien con su propia idiosincrasia y particularidades del carácter.

La Argentina es un estado federal con un extenso territorio dividido en 24 provincias que reservan para si todas las materias que no hayan delegado al primero. De esta forma conforman una unidad que es gobernada desde la ciudad de Buenos Aires que tiene un estatus muy peculiar y que se asemeja a otra provincia. Hasta allí todo muy lindo pero, desde su nacimiento y podemos asegurar que hasta no hace mucho, la visión política y estratégica de los políticos era tan yerma como la de un burro en una pradera.

La pérdida de la vocación representativa y la corrupción ha ganado lugar dentro de esta “casta” social privilegiada que se autopercibe como indispensable.

El estado es parte de la realidad política, necesaria y funcional para administrar los asuntos que hacen a su competencia y es por ello que retraerle de sus funciones es algo inconcebible si se busca el desarrollo del país.

La historia del estado argentino es la de un estado quebrado o más bien, resquebrajado. Al comienzo lo fue económicamente, luego política e ideológicamente pero hoy a todo eso se le agrega la quiebra moral y ética que lo reduce a una mera administración de almacén de barrio.

Los últimos 40 años de su historia son el reflejo de una decadencia sin pausa. Cada una de las administraciones que pasaron por la Rosada pusieron su cuota de inconsecuencia y discordancia con los intereses del estado y obviamente con los de su población. Radicales, peronistas (en todas sus variopintas presentaciones) y socialdemócratas malograron las finalidades del estado sirviéndose a discreción y conveniencia de las arcas del erario público. De esa forma el estado se volvió una caja para financiar los estilos de vida de una prolífica y creciente clase de vividores a costa de la cosa pública.

Cada uno de estos gobiernos fue olvidando y dejando de lado los objetivos estratégicos bajo la pueril excusa de un pretendido interés social superior. Curiosamente, con la llegada de la “democracia” en 1983 comenzaría el germen del empobrecimiento paulatino y no solo económico, sino de valores que amplificado por medios ideologizados y obsecuentes tiñeron todo de gris presentando una realidad carente de matices. Así a la ya abúlica sociedad argenta le sumamos una pobreza en valores (fomentado en parte por la dañina y falsa concepción igualitarista del Kirchnerismo) facilita el dominio y la ignorancia.

La creciente masa de pobres paso a ser la mercancía de los partidos políticos y con ello el clientelismo y el punterismo partidocrático. Esta oscura funcionalidad daba réditos y entonces los pobres pasaron a ser otro resorte en la política partidaria. Bajo este “buenismo” -sustentado por un pulpo impositivo- se estructuro todo un sistema paralelo de asistencia social que terminaría siendo un asistencialismo crónico que, además de la falta de incentivos para trabajar ha llevado al actual descalabro social y productivo. Así se llegó al eslogan “el estado presente” que en realidad no significa otra cosa que un eufemismo para disfrazar más asistencialismo y clientelismo convirtiendo al estado nación en un “estado partidario”.

Bajo semejante concepción ¿A dónde pretendería llegar este estado?

Ello supone el abandono del estado en el área de la producción y la ausencia del control sobre sus recursos naturales, un verdadero despropósito estratégico que no grafica en nada esa pretendida presencialidad del estado. Por el contrario, el estado se ha replegado de forma crítica de los altos asuntos de la seguridad y la defensa a niveles inaceptables para que pueda desarrollarse con sanidad un país. La desarticulación de las Fuerzas Armadas y de la inteligencia (AFI) ha sido uno de los pilares de esta situación y sus responsables son los mismos que tras fomentar ese desguace, hoy (ocupando algunas de estas carteras) pretenden recobrar un peso regional que ya hace décadas se ha perdido.

Esto comenzó como una revancha ideológica de los sectores que apoyaron a los grupos guerrilleros setentistas pero que, tras el final de la guerra de Malvinas en 1982, fue potenciado desde Londres. No hay dudas que esos sectores, algunos escudados tras agrupaciones de derechos humanos, tal vez inconscientemente o tal vez adrede, sentaron las bases para esta desestructuración. Con la firma de los acuerdos de rendición en Madrid 1989 y 1990, Carlos Saúl Menem institucionalizo esto y sentenció el final de cualquier aspiración nacional e independiente a recomponer sus Fuerzas Armadas. Toda el área quedaría (como aún se halla) bajo el control y arbitrio británico.

Bajo este paraguas invisible, no debe progresar el nacionalismo ni ideas que tiendan a reivindicar un cuestionamiento a esta dependencia. Para esto, el estado debe mantenerse flácido y sin músculos para poder moldearlo a gusto de esos intereses. Mucho menos, exponer un pensamiento crítico sobre las acciones y políticas de las denominadas “democracias” anglosajonas y sus socios, repletas de inconsecuencias con esa presentación (Haciendo de la conspiración y la guerra motores de sus economías). En este plan, los medios y los llamados intelectuales liberales, haciendo algunos de ellos alarde de sus títulos académicos y rebosante intelectualidad, jugaron y siguen jugando el papel de denostadores del nacionalismo apelando a reduccionismos infantiles que cierran con una falsa perogrullada diciendo que aquella se riñe con la democracia. Ello no es más que su confirmada obsecuencia y funcionalidad con la política exterior que radian las embajadas norteamericana y británica en Buenos Aires.

El actual gobierno y la corriente política que lo acompaña autodenominada “nacional y popular” no han demostrado ninguna señal para sanear el estado y mucho menos su reestructuración para que cumpla con sus objetivos estratégicos que claramente son opuestos a las expectativas de aquellas naciones. Alberto Fernández a contrario de lo que simulo antes de subir al cargo, es la continuación y sin dudas el final del Kirchnerismo que por veinte años ha desfasado las incumbencias del estado y ha hundido su potencialidad al abismo de la incertidumbre ¿A dónde puede dirigirse el estado bajo esta conducción?

Tampoco hay que dejarse engañar por los oportunistas reciclados y los arribistas que ayer eran de un color y hoy lo visten de otro. En esta categoría se inscriben los liberales tras el pomposo calificativo de “republicanos” pretenden engañar solamente a los incautos ¿Qué es lo que se podría esperar de candidatos liberales como Javier Milei quien ha dejado en claro que su modelo de país se refleja en EEUU e Israel? éste último considerado por la militancia sionista en los medios como “un milagro” por el éxito económico que consagró tras vencer la hiperinflación de los ochentas.

La aparición de estos “libertarios” que se oponen a la existencia del estado, nos lleva al otro extremo de esta tragedia pero ambos, oficialismo y oposición llevan al mismo resultado: La dominación externa.

 

 

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